
De acuerdo con las investigaciones del murciano Francisco J. Medina, publicadas en los Anales de la Universidad de Murcia, la cárcel provincial de Murcia fue concebida en 1922 e inaugurada en 1929 para reemplazar a la antigua prisión de la Misericordia Nueva, situada en el Paseo de Garay. En esta antigua prisión, los reclusos vivían en condiciones deplorables, en una especie de caserón en mal estado.
Desde entonces, la Prisión Provincial de Murcia se convirtió en el principal centro penitenciario de la región, con capacidad para 400 reclusos. Este cambio se debió a las nuevas tendencias penitenciarias de la Dictadura de Primo de Rivera, que promovían la regeneración moral del preso y buscaban acoger a un número creciente de detenidos por razones políticas, en una época en la que anarquistas y comunistas eran severamente perseguidos.
Durante la II República y la Guerra de España (1936-1939), la prisión siguió siendo el principal centro penitenciario republicano. Sin embargo, tras la victoria del bando sublevado, la cárcel se convirtió en un símbolo de la represión del nuevo régimen, y uno de los principales centros de internamiento de republicanos en Murcia, junto a los conventos de Las Isabelas y Las Agustinas.
En estos lugares, los detenidos esperaban juicios sumarísimos, llegando a superar los 3.000 presos en una instalación diseñada para 400, lo que derivaba en condiciones de vida terribles. Los reclusos dormían en los patios y sufrían una escasez de alimentos incompatible con la vida humana, lo que facilitaba la aparición de múltiples enfermedades, además de las deplorables condiciones higiénicas y sanitarias. Entre las enfermedades prevalentes se encontraban los parásitos, tracoma, tifus, gastritis, y hepatitis.
El historiador Escudero Andújar confirma que en los patios de la prisión se llevaron a cabo numerosos fusilamientos frente a otros presos, quienes tenían que pasar por encima de los cadáveres. Otros estudios confirman la muerte de 500 personas. Sin embargo, los fusilamientos no fueron los únicos horrores; también hubo violaciones colectivas por parte de los falangistas, humillaciones y torturas, con el objetivo de obligar a los presos a delatar o acusar a otros.
Durante la posguerra, la cárcel albergaba a presos en celdas de castigo hasta por 60 días, dependiendo de la gravedad de sus faltas. Los castigos comunes incluían aislamiento por riñas entre internos, pequeños robos, juegos prohibidos, insubordinación, posesión de correspondencia no censurada, intentos de fuga, venta de raciones de comida, blasfemias, y actos "deshonestos" como dibujos y escritos inmorales, sodomía, pederastia, y homosexualidad.
La vida cotidiana de los presos durante la posguerra española fue extremadamente dura, no solo por las condiciones mencionadas, sino también por el estricto régimen carcelario y las intensas medidas de adoctrinamiento moral, religioso y político. La correspondencia privada era revisada y censurada, y se imponían castigos ante cualquier sospecha de ideología izquierdista. Los presos debían acudir obligatoriamente a misa diaria, y se celebraban regularmente festividades religiosas. Aquellos que contaran con el visto bueno del capellán tenían prioridad para actividades que reducían la pena, incluso para informes de libertad condicional.
Tras la posguerra, la cárcel se normalizó como institución penitenciaria y se integró en el entorno urbano durante los años 60 y 70, con la expansión de la ciudad. En 1981, dejó de funcionar como centro penitenciario y se inauguró una nueva prisión en Sangonera.